Se afirma que todo era propiedad del Estado. Por eso, las llamas, las alpacas, y los animales en general, no podían ser cazados sin permiso del Inca.
Es evidente que los Incas tuvieron especial cuidado en mantener hatos de llamas y alpacas, por su utilidad en diversos aspectos, tales como la carga, la alimentación, la producción de lana, las campañas de conquistas, las ceremonias, etc.
Los cronistas revelan su admiración ante tantas llamas en Cajamarca, inclusive Murra dice que impedían el libre desplazamiento de las personas. El Inca redistribuía llamas al ascender al trono, figurando entre los beneficiados los curacas, jefes militares, administradores, linajes reales.
El control estatal de llamas y alpacas estaba vinculado estrechamente a la necesidad de aprovechar su lana, la que era repartida a las comunidades para ser hilada y convertida en mantas para el Estado y para su uso como prenda personal por parte de los campesinos.
Por eso había pastores a tiempo completo que cuidaban los rebaños del Estado y los de la religión, existiendo nombres tales como “Llama Michi” que se asociaba a rangos sociales bajos, y “Llama Camayoc”, cuidador de llamas de nivel social alto. En realidad, ser pastor a tiempo completo de las llamas del Estado implicaba ser elevado a Yana o criador real.
El estado Inca ejercía un cuidadoso censo de sus rebaños en el mes de noviembre, luego de los ritos de iniciación.
Al llegar la temporada de cosecha del maíz, en mayo de cada año, se sacrificaban cien llamas de todos los colores. El inicio del año agrícola era acompañado de la muerte de cien llamas pardas, para que el maíz no se quemara con las heladas o se perdiera por la sequía. En octubre para invocar la venida de las lluvias, una cien llamas blancas eran también sacrificadas, además de cien llamas negras que se dejaban morir de hambre. Murra asevera que aunque no se puede precisar todos los sacrificios, éstos se realizaban todos los meses del año.
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